Por la Asociación Chilena de Filosofía (ACHIF)
Foto: Alejandra Fuenzalida | Palabra Pública, Universidad de Chile
El estallido social del 18 de octubre de 2019 ―la protesta y revuelta popular más importante desde la vuelta a la democracia― es un acontecimiento histórico en Chile cuyas repercusiones siguen siendo inconmensurables. Su energía telúrica generó un profundo descentramiento que colocó a la sociedad chilena en un estado de vulnerabilidad radical respecto de los valores y las certezas que componían una imagen autoconstruida basada en el crecimiento económico y la estabilidad política. Fuimos parte de una crisis social y política que transformó nuestras cotidianidades más arraigadas; una crisis que nos pertenece y a la que nosotros también pertenecemos. Ella nos recordó que somos los acreedores y deudores de una promesa incumplida sobre progreso y bienestar que ha sido olvidada o, quizás, nunca realmente tuvo en consideración que la justicia y dignidad humanas no son bienes transables en el mercado de capitales. Tal crisis terminó por manifestar la irreparable desconexión entre las élites políticas y la ciudadanía, lo cual gatilló no solo un cuestionamiento transversal a la legitimidad del sistema democrático chileno, sino que un impulso destituyente del poder institucionalizado.
Sin embargo, los cinco años transcurridos desde el estallido social nos empujan, a la luz de la naturaleza del momento contingente en la que nos encuentra su conmemoración, a proponer las siguientes preguntas: ¿sigue ocupando el estallido social un lugar significativo en la sociedad chilena a cinco años de su acontecimiento?, ¿fue el estallido social solo una reacción emocional desencadenante de una violencia irracional?, ¿nos hemos hecho responsables como ciudadanos de nuestra propia crisis?, ¿cómo se relaciona la democracia con su propia deslegitimación? No pretendemos dar una respuesta exhaustiva a cada una de estas preguntas. Más bien, ellas son el trasfondo crítico de una reflexión más amplia acerca de cómo la sociedad chilena actual se relaciona e identifica con su propia crisis no resuelta desde octubre de 2019.
En términos de la opinión pública, aquella que se difunde como percepciones individuales a través de encuestadoras, redes sociales y medios de comunicación, el estallido social aparece como un evento cada vez más distante no solo en el tiempo, sino que también en un sentido de pertenencia tanto emocional como discursiva con lo acontecido durante ese periodo. Al respecto, la encuesta CEP publicada el pasado 2 de octubre del presente año revela una contundente desafección de las personas en relación con el estallido social de 2019. Así, solo un 23% reconoce que apoyó las manifestaciones, cuestión que revela una baja del 16% en comparación a lo declarado en 2023 frente a la misma pregunta, y una caída aún más importante respecto al 55% de respaldo en la consulta de diciembre de 2019. Todavía más contundente es el 17% de personas encuestadas que calificaron al estallido social como ‘muy bueno o bueno’ para el país, en contraste con un 30% que lo valoró como regular y un 50% como malo o muy malo.
Aunque siempre es posible cuestionar la metodología de las preguntas formuladas para una encuesta de opinión pública, lo cierto es que esta recoge no solo lo que parece ser un rechazo al estallido social, sino también un progresivo ánimo revisionista respecto de su importancia para el país. De esta manera, en este nivel discursivo, una primera conclusión es que el estallido fue un momento circunstancial de pura violencia y descontrol social que puso en riesgo el sistema democrático chileno. Por tal razón, el discurso público lo resignifica como un momento que debe ser renegado, superado y, hasta cierto punto, olvidado.
No obstante, tal opinión pública mantiene oculta la crisis no resuelta que el estallido terminó por revelar; a saber: un tipo de democracia autocomplaciente con su propia institucionalidad político-económica profundamente desvinculada de la ciudadanía. Ahora bien, el discurso público instalado a cinco años del estallido no es un conjunto de creencias irreflexivas o simplemente manipuladas por un determinado sector ideológico. La simpleza de tal juicio termina por nublar un análisis menos apasionado que no responda solo al vaivén de la contingencia. El rechazo y extrañamiento ante el acontecimiento del 18 de octubre de 2019 es inseparable del doble fracaso constitucional de los años posteriores. El hecho de que la revuelta social finalmente desembocara en un cauce institucional con dos propuestas constitucionales rechazadas instala la frustración como el tono emocional de la sociedad chilena. La promesa de la democracia como respuesta ante la crisis se desvanece otra vez a medida que avanza hacia un futuro vacío. En esta ruta solo va quedando como residuo de lo que ocurrió el recuerdo de la violencia, de las graves vulneraciones a los derechos humanos, los abusos y la represión policiaca, los fallecidos y centenares de mutilaciones oculares. Muchas son las justificaciones y explicaciones que se pueden esgrimir sobre tal fracaso (fundamentalmente el de la Convención Constitucional), lo cierto es que ningún acuerdo constitucional logró sortear sus propias circunstancias para presentarse frente a la realidad concreta de la sociedad chilena como un proyecto convocante más allá de reivindicaciones tribales y, muchas veces, sobreideologizadas. De esta manera, de la energía transformadora del “con todo sino pa’ qué” del 18 de octubre de 2019 parecemos haber pasado al desencantamiento del mero “pa’ qué” del 18 de octubre de 2024.
Ahora bien, volvamos a nuestra reflexión original: ¿cómo la sociedad chilena actual se relaciona e identifica con su propia crisis no resuelta desde octubre de 2019? Como sociedad somos los responsables no solo del origen de la crisis, sino también de los caminos para llegar a una salida de la misma. No obstante, antes es necesario hacer propia esa crisis; recuperarla y volver a pertenecer a ella reflexiva y críticamente. Sin ese sentido de pertenencia a nuestras propias crisis, una sociedad que aspira a fortalecer su compromiso con la democracia es incapaz de hacerse responsable de ella misma y de incorporar la idea de ciudadanía en el tejido de las relaciones entre sus individuos. Necesitamos pensar y repensar nuestra incapacidad para alcanzar acuerdos que resignifiquen el estallido del 18 de octubre como una oportunidad de transformación apropiadora de una crisis.
El actual momento discursivo a nivel de la opinión pública, sin embargo, oculta la crisis que sigue latiendo desde octubre de 2019 bajo una disyuntiva falaz entre, por un lado, seguridad o, por otro lado, derechos y libertades sociales; como si optar por cualquiera de ellas nos obligara a renunciar a la otra. Es crucial resistir a esta falsa dicotomía evitando la comprensión reduccionista de la noción de libertad que busca acotarla únicamente a la libertad económica. Así, por ejemplo, la consigna “¡Viva la libertad, carajo!” usada por Javier Milei, el presidente de la motosierra, tiene un sentido fundamentalmente retórico, motivando a la audiencia a la defensa de lo que toda persona instintivamente reconoce como aquello que lo hace propiamente humano, a saber: la libertad. Sin embargo, este tipo de discursos que son también replicados en Chile en figuras como las de Axel Kaiser o Marcela Cubillos con su vergonzosa defensa del impresentable sueldo que obtenía de la Universidad San Sebastián, esconden, detrás de un pseudopensamiento liberal, una ideología neoliberal de extrema derecha que busca mercantilizar la vida humana en todas sus dimensiones en el marco de un ideal de sociedad regulada exclusivamente por la transacción comercial. Asimismo, es crucial resistir a la falsa dicotomía entre seguridad y lucha o búsqueda de libertades y derechos entendiendo que los reclamos a un techo y a un acceso oportuno y de calidad a la salud, a la educación y, sencillamente, a condiciones de vida dignas para todas y todos no constituyen un conflicto con la necesidad de seguridad en su amplio sentido de seguridad social.
En este sentido, la criminalización de la protesta y la imposición de políticas autoritarias representa una amenaza no solo para la libertad de expresión, sino para el ideal mismo de una democracia participativa y que funcione. En este contexto, es imposible ignorar la emergencia del populismo y el crecimiento de las figuras de extrema derecha que canalizan el miedo y el descontento. El fenómeno no es exclusivo de Chile, sino que es parte de una tendencia global con líderes que se presentan ellos mismos como “antielitistas”, “outsiders”, “contra la casta” o “defensores del pueblo”. Estos han ganado progresivamente terreno, como es el caso de Nayib Bukele en El Salvador, apelando a la ciudadanía a sacrificar su libertad y derechos sociales a cambio de la seguridad administrada por un Estado policial y autoritario que emerge desde los principios mismos de la democracia y la voluntad popular. Este tipo de adhesión a figuras autoritarias no es solo el resultado de la manipulación mediática o el oportunismo político, sino también de una respuesta al vacío que ha dejado una democracia que falla en el intento de garantizar justicia social.
Todas y todos somos responsables de reapropiarnos un pensamiento desmediatizado y lo suficientemente crítico para desmantelar los discursos falaces que simplifican el estallido social a una mera expresión delincuencial y, de manera general, para nunca dejar de ejercer nuestra capacidad de pensamiento autónomo, incluso ante las más arraigadas de nuestras convicciones sobre la realidad. En este sentido, no debemos caer en la simplificación del acontecimiento, pero tampoco en una sublimación que pretendería encumbrarlo en una especie de categoría ahistórica pura y, por tanto, imposible de entender concretamente. Necesitamos volver a él e intentar interpretarlo cuantas veces sea requerido, con los cuestionamientos y críticas necesarios, en un espacio de comprensión abierto e imposible de ser saturado. El 18 de octubre es la revelación de una sociedad agotada de sí misma que se halla cerca de renunciar a la política como confianza en los acuerdos, sin renunciar necesariamente a la construcción de un imaginario social colectivo que recurra a la palabra como su herramienta simbólica fundamental. Sin embargo, el abismo que sigue separando a la ciudadanía de la política institucionalizada continúa horadando la confianza necesaria para seguir escogiendo la democracia como el ideal normativo para la sociedad. Cada día observamos este deterioro con un sistema político-económico que se desgarra desde el interior por una corrupción enraizada y el egoísmo de una élite económica sin escrúpulos. Frente a eso, el desencantamiento social y la desazón actual, los tonos con que el estallido social vibraba cinco años atrás, siguen estando hoy presentes.
¿Hemos de pensar por esto que las condiciones para un nuevo estallido estén dadas? No está del todo claro, pues el agotamiento actual, que quizás sea conducente a una nueva crisis social, parece disipar cualquier tipo de energía transformadora. El peligro, en este sentido, es más bien la fertilidad del terreno para el surgimiento de populismos de extrema derecha capaces de sintonizar con la vibración del desencantamiento social. La democracia no está amenazada por un agente dictatorial externo, sino por la posibilidad de que el autoritarismo se esté incubando en sus propias entrañas. Si bien es cierto que la demanda por una Nueva Constitución no fue un reclamo legalista, sino la manifestación de un anhelo de reconstrucción del pacto social, cinco años después del 18 de octubre, la idea misma de un pacto social parece carecer de significado.
En este contexto, la filosofía puede contribuir a no renunciar a la antigua ―mas no por eso ajena― pregunta sobre el sentido, a llenar de significado de nuevo los conceptos y los proyectos que por uso y abuso se desgastan, que por estrategias retóricas pierden su contenido y su potencia. La filosofía puede ayudarnos a afectarnos de nuevo con nuestra propia crisis, con lo que desencadenara ese 18 de octubre de 2019. Esta reafectación es indispensable para recomponer una promesa que nos oriente hacia dónde queramos caminar juntas y juntos. Solo a partir de esa reconexión podremos recién pensar cómo reunir dos dimensiones que nunca debieron separarse: política y ciudadanía.