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07 de Marzo, 2022
En este mes de la mujer, nos encontramos las filósofas ante la posibilidad extraordinaria no solo de socavar de una buena vez el mito de la historia de la filosofía (y de la cultura) como un cuento de hombres, sino de lograr que la filosofía por primera vez pueda reconducirse a su más fiel y femenino propósito: aproximarse a la verdad.
El autor de las novelas 1984 y Rebelión en la granja, George Orwell, sentenciaba en una de sus columnas en el Tribune (1944): “La historia la escriben los vencedores.” Esto también aplica a la historia de la filosofía; escrita desde su origen por los “vencedores”: los hombres.
Las filósofas solo somos escasas en las universidades, minorías al recibir financiamientos para la investigación, sino que, de vez en cuando, la mezquindad es expresada por los propios colegas “filósofos” -incluso en presunta defensa de nuestros intereses.
Un macro mansplaining de unos pequeños espíritus incapaces de notar la contrariedad de defender a mujeres atacando a mujeres.
En teorías feministas contemporáneas a la exclusión u omisión de un grupo, las mujeres, en la producción del saber y el conocimiento se le conoce como “violencia epistémica”.
Las que nos dedicamos a la filosofía lo sabemos: aprendemos filosofía enseñada por hombres que estudian preferentemente a hombres. Durante siglos la lista de clásicos comprendía casi exclusiva e incuestionadamente a filósofos – Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Nietzsche, Husserl, Heidegger, por nombrar algunos.
Y no se trata de que no lo sean, pero ¿no había filósofas? Nada más alejado de la verdad.
Desde el comienzo de la disciplina ha habido mujeres –aún cuando por el designio masculino de la mujer-esposa a los asuntos privados, la administración del hogar y el cuidado de los hijos, se le privó sistemáticamente de participar en los “asuntos públicos”; las cuestiones de la política y la ciudad -materia de hombres.
Las filósofas solo somos escasas en las universidades, minorías al recibir financiamientos para la investigación, sino que, de vez en cuando, la mezquindad es expresada por los propios colegas “filósofos” -incluso en presunta defensa de nuestros intereses.
Algunas, como Aspasia de Mileto, que se cree fue una cortesana del siglo V A.C., quizás la más reconocida de la Grecia clásica por cultivar las artes, la danza, y la retórica, lo lograron. Por ser mujer cortesana -al parecer, y no por esposa, esclava o prostituta- a Aspasia le estaba permitido el espacio “de los hombres”, y sostener conversaciones sobre política, filosofía y artes – y ser bella en el intertanto, aunque no sin recriminaciones.
Pero pese a los talentos y el mérito de Aspasia, de poder ser una mujer libre para decidir sobre sus amantes y ocupaciones intelectuales, la mezquindad en los relatos filosóficos es frecuente. Se la nombraba apenas como la “cortesana de Pericles”.
La tradición se repite y en pleno siglo XX se hablaba de las filósofas Simone de Beauvoir como “la pareja de Jean-Paul Sartre” y de Hannah Arendt como “la amante de Martin Heidegger” – seductoras costillas medio-pensantes que venían a adornar la vida de los genios filosóficos.
Volviendo a Orwell, la historia de la filosofía es la de los filósofos. Pero, lo realmente curioso, es que jamás se desató una “guerra entre filósofos y filósofas”. En sentido estricto, no hubo lucha; más bien encontramos a los “vencedores”, filósofos, como soberanos tácitamente autoproclamados.
Tras casi un siglo, y en plena invasión de Rusia a Ucrania, la columna de Orwell no deja de ser inquietante por su actualidad y alcance. Porque en ella, escrita durante la Segunda Guerra Mundial, Orwell propone que la historia no es un suceso neutral, sino un relato que perdura en los libros de historia bajo el dominio y sesgo del victorioso; una narrativa que siempre contiene algunas pequeñas mentiras u omisiones, pero que en su perdurar para las futuras generaciones, adquiere su veracidad: “Así, por razones prácticas, la mentira se vuelve verdad”- nos dice.
Pero pese a los talentos y el mérito de Aspasia, de poder ser una mujer libre para decidir sobre sus amantes y ocupaciones intelectuales, la mezquindad en los relatos filosóficos es frecuente. Se la nombraba apenas como la “cortesana de Pericles”.
Justamente en esa posibilidad de instaurar una verdad propia de la historia, y de quienes la escriben, debemos reparar todos y todas -filósofas y filósofos.
Y más que rehabilitar una metafórica bélica, tan indeseada ante su inclemente literalidad en las pantallas e inmediatez digital, quizás la frase de Orwell nos permita recapacitar sobre la necesidad de escribir la historia de la humanidad en juntura – ello incluye la historia de la filosofía.
Porque escribir la historia no solo significa reinterpretar el pasado, sino a la vez configurar el futuro. Lo que leemos que hemos sido, de algún modo, somos, y predispone anticipatoriamente lo que podemos llegar a ser.
Leyéndonos, sin saberlo, nos hacemos.
Tras siglos en que en las mujeres hemos sido puestas entre paréntesis, al margen, al límite o en la sátira de la filosofía; conjeturadas “poco filosóficas”, porque “emocionales” e “irracionales”, “pecadoras” y “brujas”, “esclavas” y “Diosas”, “infantiles” y “prostitutas”, se comprende que hoy la balanza se invierta y los “vencedores” muten en “vencidos”.
Hoy las filósofas estamos en disputa por la historia de la filosofía, pero además lidiando con quienes no quieren soltar sus privilegios, aplacar su megalomanía, ni buscar terapia para sus egos paranoicos y resentidos.
¿Y cómo no entender esa necesidad valiente de disputarse el legado?, ¿por declararse en guerra contra quienes hasta hoy se adjudican sin legitimidad ni argumentos el reino de las ideas e incluso osan hablar por nosotras? ¿Cómo no comprender ese impulso liberador feminista, cansado de masculinizar los atuendos, esconder el cuerpo y sus curvas, fruncir el ceño y rendir el doble o el triple para ser considerada “par racional”?
¿Pueden realmente culpar que se pase la cuenta a quienes tanto tiempo, en las academias, nos acosan, ningunean y paternalizan?
La disputa es un primer paso que nos refirma y dice “nosotras” – “las filósofas”.
Pero un paso, lleva siempre a otro -si deseamos andar. Y para andar juntos, pienso de nuevo en Orwell -como en tantos otros hombres y filósofos que me acompañan en este “nosotras” -que también soy.
Justamente en esa posibilidad de instaurar una verdad propia de la historia, y de quienes la escriben, debemos reparar todos y todas -filósofas y filósofos.
Pues además de las resistencias del pasado, hay también verdaderos filósofos, los amigos de la verdad, que también nos acompañan.
Si es cierto, cual sentencia Orwell, que “la cuestión realmente aterradora del totalitarismo” no son solo sus “atrocidades”, “sino que ataca al concepto de verdad objetiva” al reclamar “el control del pasado, así como del futuro”, entonces la historia de la filosofía, si quiere ser veraz, no puede ser escrita solo por mujeres sobre mujeres.
La disputa por la historia de la filosofía y, así, de su futuro, se gesta con y en nosotras, las filósofas.
Ya no más insinuadas en el uso metafórico de Sócrates y su mayéutica, no más costilla del hombre ni ayuda para “parir” la verdad de los filósofos; sino a parir nosotras, sin caer en viejos errores totalitarios, una verdad nueva: amistosa.
En este mes de la mujer, nos encontramos las filósofas ante la posibilidad extraordinaria no solo de socavar de una buena vez el mito de la historia de la filosofía (y de la cultura) como un cuento de hombres, sino de lograr que la filosofía por primera vez pueda reconducirse a su más fiel y femenino propósito: aproximarse a la verdad.
¿Quién mejor que las filósofas para saber oír y acoger a la verdad, sin osar poseerla ni implantarla, sino dejar que sea, “amarla” en el sentido agustiniano? Y si hay dudas no lo olvidemos. La verdad, en castellano como en griego, siempre ha sido, también incluso para los filósofos, una mujer: aletheia.
*Diana Aurenque es filósofa. Directora del Departamento de Filosofía, USACH.