8M y Feminismo, radicalidad y política de la diferencia

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POR ÁNGELA BOITANO.

El feminismo es una militancia, en cuanto supone una posición política y de denuncia respecto del modo en que las mujeres han sido subordinadas en nuestras sociedades. Es una práctica cotidiana y reflexiva que implica estar atentas a los modos internalizados de sumisión. Y puede ser, también, una posición teórica desde la cual se investiga e interpreta el mundo; la filosofía puede ser un campo de reflexión que permita esclarecer los supuestos que lo animan. Así, en este nuevo 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, se presenta una nueva ocasión de revisar nuestras convicciones y tender puentes para establecer alianzas entre los diversos feminismos que pueblan la vida social.

Este año no podemos soslayar el fracaso de la Propuesta de nueva Constitución para Chile, texto que se escribió respetando la paridad de género, y que incluía avances sustanciales en temas anhelados desde siempre. Por ejemplo, aseguraba cobertura de las prestaciones a quienes ejercen trabajos domésticos y de cuidados; corregía el hecho de que en Chile las mujeres tienen una pensión 34,8% más baja que las de los hombres; y también estipulaba que las trabajadoras y los trabajadores debían tener derecho a una remuneración equitativa, justa y suficiente, que asegurara su sustento y el de sus familias (en el contexto de que las mujeres en este país ganan un 28,1% menos que los hombres por el mismo trabajo, según las cifras oficiales).

Eso, solo por mencionar algunas de las cuestiones que se perdieron.

¿Ha fracasado el feminismo? O lo que ha fracasado es el porfiado intento de afirmar una política de la identidad que excluye. Cito a Panchiba Barrientos [2011], quien ya hace años señalaba: «Hay que contaminar el género para dejar en evidencia que su retórica es pura ficción. Es urgente gritarle al mundo que las mujeres no existen, y que el sistema identitario caerá solamente a través de la conjunción posidentitaria de las voces disidentes y los cuerpos abyectos. Pero ese grito lo tienen que lanzar las propias bio-mujeres en gesto de renuncia».

Parece que a veces no basta con el lenguaje de la política militante, de la acción y de las luchas institucionales. Aunque tampoco con el lenguaje ritualizado de la academia. No habrá transformación de las relaciones sociales sin una alteración de las reglas del discurso simbólico que ordenan y formulan el sentido. De ahí la necesidad de hacer estallar al supuesto sujeto unitario del feminismo.

Me pregunto: ¿cómo enfrentar las demandas por reconocimiento de la diferencia?; ¿cuáles son los límites a las «políticas de la identidad»? El proyecto moderno, en su origen supone un gesto emancipatorio de reconocimiento del ideal de igualdad, y en ese mismo gesto arrasa con las diferencias locales. El Estado estructura las relaciones sociales en base a vínculos más abstractos y menos basados en el linaje; el ideal de ciudadanía basado en el universalismo fue una idea emancipatoria en la vida política moderna y constituye un avance respecto de las ideas aristocráticas. Pero la contracara de este movimiento emancipatorio de derechos igualitarios es la experiencia de exclusión de ciertos grupos de la sociedad que han debido asimilarse para formar parte del proyecto moderno estatal-nacional. Las teorías feministas, el pensamiento decolonial y las teorías críticas de la modernidad occidental han puesto en evidencia esta violencia de exclusión. Son las tensiones que desde la Filosofía se tematizan como los problemas de los particularismos vs. el universalismo. Cuestión a la que hay que agregar la pregunta acerca de cuán problemáticos son los reclamos por reconocimiento de la diferencia cuando estos soslayan el trasfondo del capitalismo que homogeniza las relaciones sociales.

Los diversos feminismos deben conocer, revisar, discutir e interpretar desde su lugar de enunciación las discusiones que el movimiento ha llevado a cabo en su historia, para no partir siempre ex nihilo. Creo que, desde esa perspectiva, se puede construir un feminismo político compatible con un proyecto de democracia radical, lo que implica revisar la perspectiva biologicista, aunque también la posición culturalista, en que toda discrepancia se experimenta como un atentado a la identidad. Un feminismo más político sería más proclive a considerar al otro como un interlocutor con el que, si bien no se concuerda, no puede por eso ser cancelado, que es lo mismo que considerarlo un enemigo o asesinarlo simbólicamente.

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La identidad del feminismo es polémica. Es producto de la modernidad capitalista y se ha nutrido de «compromisos de humanización» controvertidos, emancipatorios y universalistas, aunque —al mismo tiempo— homogeneizadores y excluyentes de parte de la humanidad. Por eso, se puede hablar del feminismo como de un «hijo bastardo» al que hay que legitimar. En otras palabras, no habría que rechazar los ideales de la modernidad, sino el modo peculiar que ésta ha adoptado; su versión capitalista. En ese sentido, no hay que abandonar el ideal de igualdad y libertad para todos. Solo que en este «todo» hay que ser extremadamente cuidadoso con esa totalización y su exterior constitutivo.

El feminismo, si bien no puede seguir suponiendo un sujeto unitario ni pretender que el género lo explique todo, tampoco puede construir un sujeto político sin una política de alianzas. Ésta no debe ser un mero agregado de intereses, sino que estar sostenida por posiciones subjetivas que sean fruto de ejercicios democráticos. El feminismo puede constituir un espacio de producción de civilidad, una asociación política que renuncie a una idea sustantiva de bien y ampare proyectos de emancipación de las mujeres de aquellos espacios que las subordinan, reparando injusticias y brechas.

El liberalismo, el marxismo o el feminismo no propondrán perspectivas nuevas para la acción política si no dejan de considerar lo individual (los intereses), la clase o el género como lo central. Pues en un punto el feminismo puede tornarse peligrosamente conservador: cuando justifica sus inclusiones y exclusiones retrotrayéndose a un tipo de identidad esencial, natural y despolitizada. Es necesario considerar esta advertencia de Chantal Mouffe: «Las relaciones de poder y de autoridad no pueden desaparecer por completo y es importante abandonar el mito de una sociedad transparente, reconciliada consigo misma, pues esta clase de fantasía conduce al totalitarismo. Un proyecto de democracia radical y plural, por el contrario, requiere la existencia de multiplicidad, de pluralidad y de conflicto, y ve en ellos la razón de ser de la política» [1999: 39].

Un feminismo de corte democrático-radical debiera atender tanto al nivel estructural en que operan las relaciones de poder, como a la esfera de la corpopolítica, donde se visibilizan prácticas que afectan la producción de la subjetividad. Estas últimas son prácticas autónomas en las que los sujetos se producen a sí mismos, y a la vez son producidos desde instancias exteriores de normalización (el mercado, la familia, las redes sociales, la escuela, etc.). Es el nivel donde se juega la corporalidad, la afectividad, la intimidad, y este nivel nos conecta con la necesidad de revisar nuestros deseos, lo que no solo se detecta a nivel molar, sino también molecular.

Históricamente, los feminismos han sido respuesta crítica a compromisos humanos que han producido graves injusticias. Por otra parte, el feminismo como producto cultural también es consumido y reproducido cambiando al sujeto del feminismo. En efecto, el tipo de feminismo que nos interpela debiera embarcarse en la tarea interminable de examinar la opresión estructural y, a la vez, la colonialidad alojada en las estructuras del deseo que uno mismo cultiva y alimenta. Nelly Richard [2008] lo denominaría «un feminismo deconstructivo».

Y aquí me detengo: las mujeres comparten una identidad que deriva de la diferencia genérico-sexual. En virtud del género se ubican en un sistema género-poder que las subordina: «lo femenino» también opera una sutura que a veces opera por sobre la diferencia sexual, y así se asocia a disidencia, y finalmente el cuerpo detiene «la infinita deslocalización de la diferencia sexual» [RICHARD 2008: 61]. Estos desafíos se enmarcan en lo que ya he planteado en otras ocasiones en que he apelado a la necesidad de desbinarizar para hacer irrelevante la diferencia; desbiologizar o desnaturalizar para politizar [BOITANO 2022]. El foco en identidades arcaicas o ancestrales, el refugio en lo conocido es frecuente sobre todo en «aquellas sociedades que pertenecen al mundo integrado como periferia en el mercado mundial» [ECHEVERRÍA 1995: 67]. De no considerar esta totalidad, la explicación acerca de las múltiples crisis por razones locales o coyunturales dejará intacta la homogeneidad básica del sistema mundial que instala el capitalismo, y organizaremos nuestras agendas políticas en base a «identidades colectivas» que suelen ser figuras folclóricas que circulan inofensivamente en el mercado.

Los diversos feminismos se enriquecerán al hacer una lectura crítica al esencialismo de la totalidad, Y también pueden beneficiarse del examen a la deconstrucción de la categoría de sujeto y la orfandad con que amenazan a las batallas del feminismo. Consecuente con ello, es deseable una concepción no representacional del lenguaje para relevar la importancia de éste en la estructuración del orden social, así como la imposibilidad de clausura de toda identidad. Tal vez eso permita la apertura a lo contingente de los efectos de las prácticas políticas y de las relaciones de poder que no pueden determinarse a priori. Y, por último, la importancia de la filosofía en la reflexión teórica de la política y la subjetividad. Todas estas cuestiones debieran ser parte de un feminismo radical.

Ángela Boitano es académica de la Escuela de Sociología de la Universidad Diego Portales y presidenta de la Asociación Chilena de Filosofía.

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