Para pensar la celebración del Día mundial de la Filosofía en Chile

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por Raúl Villarroel Soto
republicación de noticias Universidad de Chile
Columna de opinión
Día Mundial de la Filosofía

Para pensar la celebración del Día mundial de la Filosofía en Chile

Para eso estamos y estaremos desde ahora dispuestos los filósofos, supongo. Confiaremos, entonces, en que, como dijo el poeta Hölderlin, «donde hay peligro, crece también lo que nos salva». A todo ello y mucho más nos convoca la celebración de este nuevo Día mundial de la Filosofía, sobre todo en tiempos tan aciagos como los que estamos viviendo.

Cuando el siglo XX ya se aproximaba a su final, los filósofos franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari se enfrentaban a la descomunal pregunta referida a qué es la filosofía. Enmarcando su interrogante en una incertidumbre mayúscula, afirmaban que esta es una pregunta que solo se formula con moderada inquietud, a medianoche, cuando ya no queda nada más que indagar. Ahora que se aproxima la fecha de celebración de un nuevo Día Mundial de la Filosofía, tal vez sea la oportunidad para volver sobre la pregunta y pensar en qué es lo que está comprometido en aquello que los próximos días se va a celebrar y qué cabría decir al respecto, precisamente hoy, asediados por la incertidumbre y la oscuridad, acerca de la Filosofía.

Enfrentamos una nueva coyuntura histórica. Esta es una premisa que parece definir por estos días muy particularmente a la escena de la filosofía; aunque, claro está, también a la de otras disciplinas del conocimiento, como las humanidades, las ciencias sociales, la comunicación, la economía, etc. Tal nueva coyuntura habría comenzado -en Chile específicamente- en octubre del año pasado con el denominado «estallido social»; refractándose a partir de marzo de este año 2020, con el arribo inesperado de la amenaza del COVID-19, que parece haber congelado el dinamismo eruptivo de la protesta ciudadana, aunque a la larga no hizo más que seguir señalando la inestabilidad de las premisas del sistema neoliberal, que estipulan que es el interés individual el que permite la estructuración y el funcionamiento social.

En este contexto de quiebre e inestabilidades, nuestra disciplina se ha visto enfrentada a una serie de nuevos requerimientos, tanto internos -derivados de sus propios objetos de estudio y metodologías para acercarse a la realidad- como externos, al ser exigida de inéditas maneras por la sociedad a la que se debe y a la que tiene encomendado pensar. Sin duda, hay lugar para creer que acontecimientos como los del estallido social de octubre pasado en Chile y muchas otras convulsiones sociales y políticas acontecidas en diversas regiones del planeta durante el último tiempo han favorecido el resurgimiento de una importante expectativa de rearticulación de esa misma potencia analítica y crítica que los filósofos creen expresar y conducir en su quehacer. En este último caso, se puede advertir con una no despreciable cuota de optimismo que, pese a los escollos que el trabajo intelectual ha debido enfrentar tanto en Chile como en el mundo durante la última década, la fuerza de los hechos ha permitido constatar el valor y la relevancia que tiene un tipo de reflexión como la que despliega la filosofía, que indaga en la profundidad del sentido de la experiencia humana y social, yendo siempre más allá de la pura racionalidad instrumental con la que hoy se ordena el mundo globalizado, mucho más allá de la organización político-económica hegemónica y de las decisiones algorítmicas que definen al presente histórico.

En este preciso momento resulta esencial pensar filosóficamente las políticas del cuerpo, considerando el cuerpo en su relación con el poder. Ello porque, el poder imprime su autoridad en él, desde la marca del esclavo o el preso, hasta la norma jurídica que permite el uso de la fuerza para el control de las conductas o segrega a los individuos y decide la continuidad de sus vidas en función de los recursos disponibles. Por lo mismo, no resultaría lógico caer en una anodina indulgencia y terminar siendo aquiescentes con la idea de que la pandemia del Coronavirus ha sido solo una suerte de “destino fatal” que se ha cernido sobre la humanidad, solo una anomalía imprevista y letal en el orden infinitesimal de la vida orgánica. Con seguridad habrá responsabilidades políticas muy particulares -y hasta quizás personales- que alguna vez deberán establecerse con respecto a sus causas. Particularmente las responsabilidades de todos aquellos que parecen haber manifestado una mayor preocupación por la recuperación de la salud de la economía que por la salud de la población. En este sentido, un análisis también biopolítico -no solo biomédico- de los efectos deletéreos de la catástrofe virósica planetaria actual -tarea crucial de la filosofía hoy- permitiría entender que la vida humana, desde hace mucho y de múltiples otras maneras, ha venido siendo llevada al borde del abismo, y que quizás hoy más que nunca, esté ocurriendo que “lo biológico se refleja en lo político”.

De acuerdo con esto, podemos pensar que la estructura del poder jurídico-institucional de carácter neoliberal en la que se ha querido sostener el orden social y que ha establecido un modelo económico lesivamente inequitativo, es una condición histórica que ha favorecido el agravamiento crecientemente extremo de la pandemia por COVID-19 en nuestros días, que no es sino y como ha afirmado recientemente Judith Butler la del “capitalismo pandémico”, que no hace más que expresar la convergencia mundial de un modelo dominante de control y una lógica global orientada a la diseminación de un concepto de orden público, donde las políticas y las prácticas se han vuelto cada vez más similares a nivel transnacional. Ciertamente, la letalidad del virus habrá afectado mayormente y con unas consecuencias futuras muchos más sistémicas y desastrosas -como seguramente se llegará a comprobar en las estadísticas finales de todo este trágico episodio de la historia- a aquellas naciones en las que las estructuras sanitarias son más deficientes y carecen de los recursos suficientes para asistir a los enfermos críticos o a las poblaciones más empobrecidas del planeta.

Parece decisivo, por tanto, entender filosóficamente a la política más allá de la gubernamentalidad, más allá de ese gobernar por los cuerpos, lo que equivale también a poner atención sobre el trato que se otorga a las personas y el modo en que sus existencias resultan ser hoy evaluadas. Porque lo que la política decida hacer con sus vidas no puede remitir únicamente a un asunto de discursos biomédicos, o de estrategias y cálculo epidemiológico, para determinar su integración a tratamientos o su abandono a una muerte de manera inclemente. Tendría que tener que ver con el modo real en que los grupos y los individuos deberían ser tratados, o con qué idea de la justicia se les va a considerar para decidir acerca de su vida o de su muerte, que es una evaluación que solo la filosofía puede acometer con entera suficiencia. Por lo mismo -aunque sin calcular la medida de su efecto, por cierto-, se podría abrir a partir de mañana una gigantesca oportunidad para seguir hablando con toda propiedad y pensando críticamente el futuro desde nuestra disciplina que es la filosofía y desde el conocimiento profundo de la realidad social que ella puede generar. Siempre confiando en que ninguna racionalidad técnica o económica será capaz de agotar el espectro de explicaciones posibles de aquello que resulta ser lo más valioso, que es la vida humana y, por cierto, también, la vida de todos los seres de la naturaleza.

Para eso estamos y estaremos desde ahora dispuestos los filósofos, supongo. Confiaremos, entonces, en que, como dijo el poeta Hölderlin, “donde hay peligro, crece también lo que nos salva”. A todo ello y mucho más nos convoca la celebración de este nuevo Día mundial de la Filosofía, sobre todo en tiempos tan aciagos como los que estamos viviendo.

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